
Allá por los años cuarenta, Hans Moravec llegó a afirmar que el cyborg, superará al ser humano en el año 2050, debido a la mayor velocidad de la evolución de la robótica en comparación a la evolución humana. Durante esta época, los ingenieros del MIT potenciaron lo que es ahora la celebrity por excelencia, la Inteligencia Artificial. Uno de estos ingenieros era Alan Turing, quien quiso copiar el cerebro de su amigo muerto como programa de un ordenador.
Actualmente, la simbiosis biológica y mecánica, como paso a una superación de lo humano, es un hecho. Nuestros móviles, ordenadores, relojes inteligentes, y demás productos de la industria tecnológica constituyen una prolongación de nosotros mismos, controlando las diferentes actividades que llevamos a cabo a lo largo del día: nos dicen si hemos andado lo suficiente, si hemos bebido la suficiente cantidad de agua y si nuestro ciclo menstrual se considera normal. Del mismo modo, te avisan de tu próxima pedicura con una notificación imperativa y de lo que te falta por comprar en el supermercado para hacer la receta dietética de ese menú semanal que sacaste de una aplicación de Apple Store, tornándose tu vida en un ciclo sin fin de acciones programadas y predecibles. Hablamos del monstruo de Frankenstein del siglo XXI: el transhumanismo. Para la sociedad actual ya no parecen existir límites en la transformación tecnológica del mundo, ni tampoco en el “perfeccionamiento” de las personas. Nuestro encéfalo se convierte en una CPU de metal, plástico y vidrio. Nuestro lenguaje ya no entiende de emociones, tan sólo de ceros y unos.
¿Por qué estoy diciendo todo esto? Hace unos meses en uno de mis recogimientos ensimismados descubrí la dinámica NPC. El apocalipsis y el fin de lo propiamente humano ya no es una posibilidad, sino un hecho y, el NPC, es una muestra de ello. Ya no somos personas, somos cyborgs. Lejos quedaron los Diary blogs. Ahora en TikTok dejamos nuestro humanismo de lado para convertirnos en simples máquinas que se encuentran a merced de miles de emoticonos que rigen cómo nos movemos y qué decimos. Los comportamientos y enunciados repetitivos, la similitud de los sonidos, la artificialidad en la emoción: una mentalidad programada, a base de comandos.
Esas reacciones y sonidos repetitivos recuerdan a los productos resultantes de la industria de masas: programas de televisión con el mismo desarrollo y los mismos finales (esto me hace pensar en Pesadilla en la cocina. Cada uno de los episodios seguía el mismo patrón análogo: un episodio de histeria colectiva, seguido de un momento aleccionador y motivacional, terminando en un flash de productividad y buenrollismo. Por cierto, me encanta este programa) y canciones prácticamente iguales con ritmos y letras, de nuevo, predecibles. La condición de singularidad se pierde en un mar de personajes que se comportan de manera idéntica una y otra vez, ininterrumpidamente. De este modo, el ideal del conocimiento es el propio de la computación: el prever, excluyendo el azar y la probabilidad y, al mismo tiempo, la espontaneidad propia de lo humano, una de aquellas pocas cosas que todavía nos diferenciaba de las máquinas.
El NPC también promueve la exaltación de la eugenesia. Esto en nuestras pantallas se traduce en un cuerpo joven y una “pureza” física-estética, de manera prolongada. Difícilmente encontraremos personajes de videojuegos enfermos o con desarrollos diferentes. Las máquinas se estropean, pero no envejecen, no les salen arrugas, y sus piezas pueden ir sustituyéndose una y otra vez por piezas más nuevas. De este modo, lo propiamente natural, lo perteneciente al cuerpo orgánico adquiere un valor transaccional y sustituible, al igual que en las máquinas. Si no nos gusta nuestra nariz, una rinoplastia siempre será menos costosa que aprender a amar tu cuerpo. De hecho, las máquinas no aman.
Por último, el NPC consigue reducir todo ente a un simple material de trabajo, un mero objeto de mercado y/o lucro. Este economicismo cosifica las relaciones humanas, convirtiendo a seres humanos que se encuentran en sus hogares comiendo mazorcas imaginarias en mercancías: más emoticonos, más dinero. No obstante, a nosotros como público, nos resulta mucho más cómodo pagar por ver cómo un ente disfrazado se come una mazorca imaginaria que pensar en que con ello podemos estar acabando con la lógica del respeto y la ley de la no violencia implícita en esta última. Claro que, ¿qué ordenador entiende de respeto?