En uno de mis últimos, por no decir múltiples, recogimientos ensimismados en Instagram (es así como denomino a la nueva posición que va haciendo evolucionar progresivamente a la postura bípeda que nos caracteriza: cabeza baja, espalda encorvada y un dedo índice deslizándose hacia arriba sobre una pantalla una y otra vez al son de decenas de publicaciones varias de contenido banal que van pasando como trenes de alta velocidad delante de nuestros ojos) descubrí un “post” (¿habéis visto que “guay” soy utilizando palabras en inglés?) de una cuenta cuyo nombre era algo así como “mujeres de negocios”. La publicación consistía en una imagen de Jennifer López (¿por qué?) y varias frases motivacionales dignas de cualquier mamarrache que haya hecho un cursillo barato de tres horas de psicología básica que ya le otorgue el nombre de “coach” y que se crea con derecho a exigir a las mujeres que nieguen y/u opriman sus sentimientos, mintiendo a los demás y, peor, a sí mismas. ¿Cuáles eran esas frases? “Deja de hacerte la pobrecita. Deja de decir que ganas poco, porque si vives declarando pobreza, pobreza es lo que vas a tener.” “Cuando te pregunten cómo estás contesta con actitud: al millón.” “Tus palabras crean una nueva vibración.” “El dinero va a llegar, lo vas a conseguir, pero primero debes cambiar tu estado mental.”
Estoy de acuerdo en que debemos mantener un estado mental ajustado para perseguir nuestros fines, pero no para conseguirlos. Esto es, como humanos que somos necesitamos encontrarnos en un estado óptimo a nivel físico y psicológico para conducir nuestra vida. No obstante, ello no nos garantiza que finalmente consigamos lo que queremos o imaginamos (cosa que, por otra parte, tampoco es un drama, ya que es lo más normal y genérico del mundo, humanamente hablando). En ello tiene mucho que ver el momento social en el que vivimos: el ensalzamiento de la positividad y supresión de todo lo negativo. Yo lo defino como “La dictadura Arcoíris.” Parece que no puedes permitirte estar mal, todo tiene que ser super “guay” y positivo para que te vaya bien en la vida y así debes mostrarlo a los demás (Buenaventura del Charco tiene un libro interesante sobre esta última cuestión). Sí que es cierto que esta tendencia ha estado presente en el ser humano desde tiempos inmemoriales: al ser seres sociales vivimos de las relaciones con los demás. Si queremos que los demás nos tengan en cuenta debemos dar la imagen de ser personas sanas, fuertes y exitosas. Para que la manada nos tenga en cuenta, para ser un miembro indispensable del grupo y así, sobrevivir, tenemos que aportar algo especial y útil. Ello, en la actualidad, se ha llevado a niveles que sobrepasan la extravagancia: ahora ya no es suficiente gozar de buena salud, tener un trabajo que supla nuestras necesidades y ser feliz. Eso convertiría tu vida en una vida de a pie, una vida no instagrameable. Ahora tiene que parecer que gozas de una buena salud mostrando tus músculos y tus tardes en el gimnasio, tiene que parecer que tienes un buen trabajo que te permite disfrutar de las playas paradisíacas y restaurantes que fotografías y publicas y, sobre todo, tiene que parecer que eres feliz respondiendo a la pregunta de ”cómo estás” con algo así como “¡al millón!”. En resumen, las personas ya no somos positivas, somos “falsitivas.”
Al mismo tiempo, el susodicho mamarrache, autor de la súper publicación de “mujeres de negocios” no sólo invitaba a llevar a término el juego de una psicología propia de un circo de histriónicos, ensalzando una positividad forzada e hipócrita, sino que además hablaba del tan de moda “poder de manifestación” o imaginarse lo que uno quiere y esperar a que llegue a nuestra vida por arte de magia. Así, la “Era de la Inmediatez” (o así la denomino yo) en la que nos encontramos inmersos se manifiesta sutilmente: lo queremos todo ya, no podemos esperar para conseguir algo a largo plazo, ir trabajándolo de a poco invirtiendo esfuerzo y tiempo, tenemos que autoconvencernos de que “manifestando”, “imaginando” vamos a conseguir que todo lo que queremos se concrete en un breve período de tiempo. Con tan sólo cerrar los ojos y meditar llegará. Esta forma de pensar se materializa en las grandes cadenas comerciales que circundan nuestras ciudades: sigues las flechas de los pasillos, coges la estantería que has visto en uno de tus momentos de “recogimiento ensimismado”, pagas y te marchas a casa de nuevo a montar esa misma estantería tras haber visto un tutorial en YouTube (instrucciones accesibles, rápidas.) En otros casos, te entra hambre, pides en una pantalla, coges un “ticket” y esperas tu turno. Al cabo de varios segundos se te extiende una bandeja con una hamburguesa y unas patatas rancias para ingerir (que no digerir) que te llevas a una mesa. Finalizados los quince minutos que tienes para comer antes de volver a tu frenético trabajo coges esa misma bandeja y la depositas en una de esas estanterías anteriormente mencionadas.
En este sentido, ¿para qué pararnos a pensar en lo que realmente queremos, en cómo podemos mejorar como personas, si podemos engullir unas patatas rancias y contenido banal mientras mantenemos la cabeza baja y acariciamos una pantalla hacia arriba una y otra vez? De todos modos, ¿por qué darnos mal? La gente nos ve felices y, si no, lo podemos manifestar.
Lo cierto es que “la cultura de la inmediatez” ha dado un vuelco a todo un elenco de circunstancias que nos hacían saborear los momentos que, más tarde o más temprano, iban a llegar. Nos hemos perdido en memeces emocionales sin jugo y pretendemos mostrar un “yo” en todo momento. Terrible fábrica de estrés este universo de pantallas deslizables. Y nosotros, los “baby boomers”, hartos de preguntar a qué tecla dar.
Estupendo artículo, tan veraz como auténtico. Enhorabuena.